Desnudez del alma

Al ver hoy la fachada de ladrillos desnudos de una casa en mi camino, cuando daba un paseo con mi perro, he pensado en la erosión del tiempo. Ha venido a mi cabeza cómo los días nos agrietan el alma, cómo nos desaparece la piel en la tarea de amar.

La pared erosionada por el tiempo, se alzaba ante mí como un reflejo de las emociones que enfrento. No me refiero solo al hecho de convivir con la fenilcetonuria (PKU) de un ser querido, mi hija, sino más bien al acto de querer a personas por las que se ha dado todo y que te dan la espalda.

Recuerdo que de joven, una lección dolorosa fue aprender que hay cosas que, por falta de experiencia en la vida, uno cree eternas pero que no lo son.

Aprender gracias al dolor

Me pasó con una de las amistades más importantes de mi vida. Así, casi de la noche a la mañana, pasó de ser uno de mis dos mejores amigos a un completo desconocido.

¿Qué somos? ¿Qué aprendemos de la experiencia?

Cada grieta y cada ladrillo expuesto en ese edificio me habla de la vulnerabilidad, de la cruda honestidad. Pero también habla de belleza, de lo que significa lidiar con lo impredecible. Vivir con PKU, al igual que contemplar esta estructura, evoca una sensibilidad extrema, donde cada detalle, cada cambio, afecta profundamente. Al igual que los ladrillos quedan expuestos al mundo, así hoy he optado por dejar al descubierto mis sentimientos.

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Siempre le hablé a mi hija sobre las consecuencias reales de su condición, sobre lo que el futuro podría tener reservado para ella si no se cuidaba. Especialmente duro fue, cuando entró en la adolescencia, contarle que si algún día quería ser madre, debería tener mucho cuidado por las terribles consecuencias que traería un aumento de sus niveles de fenilalanina en sangre.

Esta honestidad cruda, sin embargo, construye una confianza y fortaleza. Al menos eso creo y creía. La resiliencia, pienso, es como la restauración de una vieja fachada: un proceso que requiere paciencia, aceptación de la naturaleza de uno y la comprensión de que, a pesar de la adversidad, hay una fortaleza inherente que puede ser descubierta y reforzada.

El futuro que está por venir

Más de 20 años después, mi amigo volvió y se mantuvo a mi lado en los peores momentos de mi vida. Eso me da esperanza en que la fachada de mi alma algún día se recompondrá de nuevo. Mi resiliencia es la argamasa que une cada aspecto de mis experiencias dolorosas y me fortifica con la esperanza de soportar y prosperar.

Cada día es una oportunidad para reforzar un poco la estructura del viejo edificio en el que me he convertido. Una oportunidad de recordarme que, aunque las emociones estén a flor de piel, estoy preparado para enfrentar lo que venga con coraje y sinceridad.

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Un edificio destruido y más tarde reformado, como si nada hubiese pasado

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Rodolfo Ramos Alvárez
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